Clásicas del ciclismo: una guía por la primavera ciclista

Clásicas del ciclismo: una guía por la primavera ciclista

Desde San Remo a Lieja, el periodo más intenso del ciclismo internacional

Lieja es la capital de la Bélgica francófona, la mitad llamada Valonia. Una ciudad de marcado carácter industrial, en la rivera del Mosa, el río que cruza el alma valona, que en términos “ciclísticos” está privilegiada. Lieja ha visto las tres grandes, ha visto mundiales, ha visto carreras de todo tipo y cada año acoge el final, en lo alto de su pedanía de Ans, el final de la Lieja-Bastogne-Lieja y a su vez, el simbólico epílogo de la primavera. Sin embargo, en Lieja empezó todo...

En el año 1892 nació una carrera bajo el cobijo del diario “L´ Espresse”, un diario escrito en francés que buscó entre las rutas del sur belga para realizar íntegramente una carrera en la parte francófona del país. Fue la Spa- Bastogne. La localidad célebre por su circuito de automovilismo dio banderazo a la que sería la primera edición del monumento más antiguo del mundo, la llamada Lieja-Bastogne-Lieja, un trazado escogido así porque era el posible para los periodistas que querían seguir la carrera yendo y viniendo en tren el mismo día. En ese tren que iban los plumillas, también viajaban algunos árbitros y también algunos ciclistas desechos físicamente, necesitados de algún producto nutritivo, con el dorsal en la mano tras pasar el control de Bastogne. Bastogne, uno de los hitos de la Segunda Guerra Mundial, era el punto de inflexión en el sentido de la carrera y también de su dureza, pues las Ardenas, en todo su esplendor se abrían a los corredores generando ediciones memorables, algunas en la retina de todo aficionado, como aquella que Bernard Hinault ganó en solitario, entre la nieve. La Lieja es en nomenclatura ciclista “la decana” o como les gusta decir por el lugar “la Doyenne”, la carrera más antigua de entre todas las grandes carreras que perviven en el ciclismo actual.

La primavera empezó camino de San Remo

Pero si cronológicamente hablando, Lieja es la estación final de la actual primavera, fue camino de San Remo, la classicissima, la carrera que con 300 kilómetros es un reducto numérico del pasado en el ciclismo moderno, donde se acuñó la palabra “primavera”. La Milán-San Remo es la primera gran carrera de la temporada ciclista y lo es desde hace más de cien años. Una competición que es un canto, una poesía al carácter nómada del ciclismo, partiendo de las planicies lombardas para acabar sorteando el serpenteo de las costas de Ligura quebrando el azul del Mediterráneo. Hay cierta unanimidad de cuándo surgió el matrimonio perfecto entre San Remo y la primavera.

Conviene irse a un país en ruinas, auténticamente machado por las barbaries de la guerra, a la Italia de los años cuarenta, y ponerse sobre la chepa de aquel inolvidable ciclista que se llamaba Fausto Coppi. Estamos en el año 1946. El Passo del Turchino, allí donde la carretera empieza a otear el mar, es atravesado por un ciclista ennegrecido por la suciedad del camino. Va solo. “Un uomo solo al comando” decía la cantinela. Era Fausto Coppi, iba camino de completar una obra magna de 147 kilómetros de travesía en solitario, en la más completa solitud, pero en medio de una algarabía que aún hoy resuena en los acantilados del lugar. Aquel día, Italia entera descubrió que si Fausto era capaz, para desespero de Bartali, el país entero era capaz de resurgir de los escombros, aquel día, Italia conoció la primavera. La Milán-San Remo en tiempos modernos en algo diferente a entonces. Es una carrera larguísima y veloz. “La più facile, la piì diffucile” la define Eduardo Chozas. Es como decimos la más larga del calendario, pero se corre a mil por hora, de tal manera que evitar el sprint final, con escuadras perfectamente organizadas es casi un milagro. Un milagro que en años recientes han obrado ciclistas que hablan del nivel que se maneja, Fabian Cancellara, Peter Sagan o Michal Kwiatkowski, portador del dorsal uno en esta ocasión. Aquí los dotados para burlar el sprint son contados, casi con los dedos de la mano. Nada que ver con los años de la incertidumbre que premiaban valientes trufados de clase y categoría como Fondriest, Jalabert o Kelly. Aquellos ciclistas posiblemente no vuelvan. El Poggio di San Remo, lo que en otro sitio sería una tachuela, aquí un muro en el umbral de los 290 kilómetros, es sin duda el principal filtro de la carrera. Atacar es muy complicado, pero coronarlo delante, en vanguardia para tomar la primera curva de izquierdas, la de la famosa cabina telefónica, es vital para tener opciones en el descenso más eléctrico de la campaña.

El alma flamenca

Con San Remo la primavera abre un telón que tiene otro acto en el norte de Europa. Se localiza principalmente en Flandes, pero también abarca una buena porción del hexágono francés. El ciclismo en Flandes tiene un sustantivo por encima de otro: las clásicas. Éstas empiezan a rodar ya el último sábado de febrero, con la Het Volk de toda la vida, hoy Het Nieuwsblad. Luego viene la Kuurne y alguna más. No son más que entremeses para lo realmente atractivo, pecata minuta para el momento importante, para la sucesión de emociones por la intimidad de los caminos vecinales de Flandes que se atestan de gente y fiesta para vivir jornadas memorables. El Tour de Flandes es el primer domingo de abril y está considerada como una de las grandes fiestas del ciclismo, el sitio donde las bicicletas y los ciclistas embutidos en sus maillots maridan como en ningún otro sitio con el paisaje y la gente.

La carrera vuelve a salir de la Gran Plaza de Amberes y rápido toma dirección al sur, hacia Oudenaarde, la ciudad más ciclista de la región más ciclista. Aquí se jugará la suerte de la carrera en un circuito que incluye el Viejo Kwaremont y el Paterberg, una recta adoquinada en progresiva subida, donde se desnudan todas las carencias de los que no pueden con la animalada de 266 kilómetros corridos como si no hubiera un mañana. Flandes lo ganan ciclistas fuertes, aguerridos y casi siempre valientes. Hubo un italiano que destacó por encima de todos, le llamaron el tercer hombre, porque convivió con Coppi y Bartali, sin embargo, Fiorenzo Magni es poseedor de uno de los mejores palmareses de la historia del ciclismo, en gran parte porque ganó tres veces en Flandes. Magni marcó el camino, la pequeña senda por entre las lomas del Koppenberg, Kapelmuur o Bosberg, nombres que han tenido química con la carrera y el lugar, auténticas mecas de miles y miles de ciclistas que cada año quieren ver in situ, donde se juegan su suerte los ídolos de De Ronde, el nombre común en flamenco para esta carrera. Como Magni, otros nombres que hicieron fortuna sobre los castigados campos flamencos otros grandes nombres como Johan Museeuw, Tom Boonen o Fabian Cancellara. El último ganador de Flandes fue un valón, una especie de afrenta casi religiosa en un sitio con cuestiones territoriales a flor de piel. A cincuenta kilómetros de meta, Philippe Gilbert construyó una de sus mejores obras completando un paso más hacia ese viejo sueño que es ganar los cinco monumentos del ciclismo.

El ciclista flamenco

En 1913 el diario Sportwereld apadrinó la primera edición del Tour de Flandes, una carrera que creció rápido por el referente que buscaba en la ya icónica París-Roubaix, una carrera que movía turbas de aficionados belgas al otro lado de la frontera para ver los primeros héroes del infierno. Con los años, se acuñó el término “flandrien”, dícese de ese ciclista nato en los límites de Flandes que se especializa en las carreras de la región. Este término fue acuñado por uno de los padres del Tour de Flandes, su nombre Carolus Ludovicus Steyaert, aunque firmaba como Karel Van Wijnendele. Este personaje de impronunciable nombre y complicadísimo apellido, cinceló en un papel las características del ciclista flamenco de pro, un ciclista que no era como otro cualquiera, era en definitiva una “máquina de matar”, un corredor de piel gruesa y curtida, alto, cuadrado y tez angulada. Finas y poderosas piernas movidas por portentosos cuádriceps. En definitiva, un “flandrien”, un corredor que volara sobre el adoquín, pero al mismo tiempo resistente y duro como el acero. Un personaje del pasado viviendo tiempos presentes. El “flandrien” tendría en Flandes el epicentro de sus oraciones, aunque habría otros sitios en los que pensar. Son otras dos clásicas de primavera que se celebran una semana antes que la gran carrera. Son Harelbeke y la Gante-Wevelgem.

Ambas pasan por lugares muchas veces habituales en otras clásicas, no tienen el prestigio de Flandes, pero sin embargo dan alas al ganador, pensado en cosas mayores. Son carreras que se corren en los confines flamencos y acaban no lejos de la frontera con Francia. Entre sus estampas más conocidas están esas rectas, tremendas, eternas, de grupos rotos persiguiendo al unísono, y el paso por la reconstruida ciudad de Ypres, uno de los bastiones de la primera Guerra Mundial de cuyo arco sale normalmente el pelotón de los ganadores en vanguardia.

El viejo sueño de Roubaix

Volviendo con Philippe Gilbert y su anhelo de ser como De Vlaeminck, Van Looy y Merckx, es decir tener los cinco monumentos en el palmarés, la París-Roubaix es su pieza más deseada para el año en marcha. Roubaix, vieja ciudad fabril al norte del Francia, tan al norte que algunos de sus barrios colindan con la vecina Bélgica, es desde tiempos inmemoriales un santuario del ciclismo mundial, desde que dos empresarios del textil se dieran cuenta del potencial del lugar y construyeran en él un velódromo. En 1896 la París-Roubaix nació dentro de vorágine de grandes carreras con punto de partida desde la capital gala. Una carrera que ya nació en abril, en domingo, un 19 de abril para ser más exactos, casi siempre alrededor del domingo de Pascua, de ahí su otro nombre, menos conocido, “La Pascale”.

Aquel día el alemán Josef Fischer se embolsó 1000 francos por ganar sobre 300 kilómetros. Lo que son las cosas, la creación de la París-Roubaix se hizo como telonera de la Burdeos-París. Cien años después, cuando los tres Mapei entraban en el velódromo encabezados por Johan Museeuw, la telonera se consideraba la “reina de las clásicas”. Roubaix es ciclismo transversal, se consumieron modas, pasaron corrientes y Roubaix seguía ahí. Y hoy es uno de los momentos más esperados de la campaña. Entre sus reyes dos belgas por encima de todos, Roger De Vlaeminck y Tom Boonen, cuatro triunfos cada uno. Es una clásica francesa, de alma belga y querencia universal. De sus tramos adoquinados del siglo XIX destacan nombres como Arenberg, la icónica recta de la mina, Mons-en-Pévèle y Carrefour de l´ Arbre, el último gran escollo antes de Roubaix y su mítico velódromo descubierto. Aquí el ciclismo demuestra ser eterno.

Y llegamos a Lieja

Cuando el telón cae en Roubaix, cuando los ciclistas salen relucientes de sus duchas marcadas con los nombres de los ganadores, la temporada de pavé muere para dar paso a las Ardenas, con la Amstel Gold Race, la gran fiesta neerlandesa con el ciclismo de competición. Aquí tenemos carreras de perfil muy diferente, duras, reviradas, complicadas hasta el extremo y perfectas para otro tipo de corredor.

Corredores como Alejandro Valverde, el rey de las clásicas valonas, cuatro veces ganador de Lieja y cinco de la hermana pequeña, Flecha Valona. Valverde es el presente, pero en el lugar crecieron grandes mitos como Moreno Argentin y el coco de todos los terrenos, Eddy Merckx, el ciclista que domina el cuadro de honor con cinco triunfos. Y es que el rey de Bruselas ganó nada menos que 19 monumentos, una barbaridad, lejos de los once de su inmediato perseguidor, De Vlaeminck. Merckx es, muchos años después garante de unas estadísticas que difícilmente se igualarán algún día. Sus cinco Liejas se suman a siete San Remo, tres Roubaix y dos Flandes. Nada ni nadie hubo, hay o habrá como él. Ni siquiera en un ciclismo tan peculiar y especializado como el de la primavera, el ciclismo con mayúsculas, aquel ciclismo que hace que este deporte sea tan adorable.

Síguenos en

Copyright © Bikester - Todos los derechos reservados