La bicicletta nel cuore: el ciclismo en Italia

La bicicletta nel cuore: el ciclismo en Italia

El ciclismo, la bicicleta, ya formaban parte del paisaje cotidiano de Italia a finales del siglo XIX. Su querencia por la máquina más prodigiosa inventada por el hombre durante los últimos dos siglos es tan alejada en el tiempo como la cercanía que este país exhibe cada vez que hay ciclismo por sus rutas, carreteras, calles y plazas. Porque podríamos decir, sin rubor a equivocarnos, que Italia parece concebida para el ciclismo, el deporte que surgió entre la competencia de diarios, hace más de cien años y que creció en el imaginario como fuente de unidad nacional y fuente de trabajo. No en vano siempre se recuerda que una victoria de Gino Bartali en el Tour de Francia apaciguó tanto los ánimos, colmó tanto a la gente que venía de vivir las miserias de una gran guerra, que se evitó otra, de tipo civil, entre los propios italianos, cuando el mismo día que el toscano ganaba en Francia, se asesinaba un importante líder político comunista.

Dos Italias, dos ciclismos

Y es que la Italia que surgió de la Segunda Guerra Mundial tuvo en el ciclismo uno de sus hilos de identidad, una identidad que iba por barrios y zonas, una identidad que hablaba de la perenne historia entre campo y ciudad, entre rural y urbanita, entre los dos mundos que conviven en el mapa con líneas difusas marcando sus contornos. Así la “belle époque”, el ciclismo que arrastraba masas en la bota itálica, era un ciclismo que se debatió entre dos nombres que a su vez apadrinaban sendas zonas. La Italia rural, piadosa, más íntima, quería a Gino Bartali, el primer gran ciclista moderno, un corredor visceral, con historias que ponen los pelos como escarpias cuando los nazis habían tomado el país, salvado judíos sota cuerda. Gino Bartali no ganó más sencillamente porque la Segunda Guerra Mundial provocó un socavón eterno en su historial de diez años, nada menos.

Así Bartali sigue ofreciendo una estadística curiosísima y singular, haber ganado sus dos Tours de Francia con diez años de distancia, entre 1938 y 1948, el ciclo más negro de la historia europea. Metódico, tremendamente religioso, Gino Bartali creía en el trabajo duro como la receta para salir a flote en la vida y en el ciclismo de la época, descarnado, corrido sin complejo alguno por rutas inmundas y pueblos medio arrasados por la guerra. Supo como nadie canalizar el cariño de la gente y proyectarlo hacia su deporte y a todo lo que significó su persona, que además de haber generado no pocas leyendas, alimentó otra, que sobrevive a los tiempos y es mil veces evocada, la que explica su rivalidad con Fausto Coppi. Porque si Bartali era lo rural, lo sencillo, casi lo cotidiano, Fausto Coppi era la ciudad, el progreso, el ciclismo hecho arte en una figura casi inmoral, con esa chepa que le salía cuando atacaba a fondo a sus rivales.

Como decía el reportero “un uomo solo all comando”, el ciclista que no quería ganar acompañado y atacaba cuando las piernas casi no habían roto a sudar, como en esa Milán-San Remo que dicen fue la llegada de la primavera para Italia, para el ciclismo, con Fausto saliendo de la oscuridad del túnel del Turchinno, el puerto que separa la Lombardía de las costas de Génova, yendo solo hacia San Remo. La mil veces manoseada rivalidad entre Bartali y Coppi, una rivalidad cebada por mil leyendas, explica sin embargo el ancho y el poder del ciclismo Italia, porque reverdeció los grandes antagonismos de los prehistóricos de la bicicleta en la bota, ahí estuvieron Learco Guerra, la “locomotora humana”, Constante Girardengo y sobre todo y todos, Alfredo Binda, ciclista cuya superioridad era tal que a veces recibía el premio por adelantado para que no se presentara a la salida y desanimara a la concurrencia. También explica las rivalidades que habrían de venir, las de los sesenta y setenta con Felice Gimondi y Gastone Nencini, un bajador de fama eterna, la de los ochenta con Guiseppe Saronni y Francesco Moser, o la de los noventa, con Claudio Chiapucci y Gianni Bugno.

La industria detrás de las rivalidades

Y es que en esos antagonismos no sólo tenemos concepciones de ver la vida, no sólo son campo o ciudad, tradición o progreso… no sólo es eso, tras esos nombres se esconde una industria, marcas que generaron y generan riqueza, convirtiendo regiones como el Véneto y Lombardía en auténticos “hubs” mundiales de la bicicleta y todo lo que le rodea. Por ejemplo, Gino Bartali fue el ciclista del verde oliva de Legnano, una marca cuyos orígenes van al 1902, nada menos, con grandes nombres nutriendo su leyenda, Binda, Guerra o el propio Coppi, aunque fue Gino el gran ciclista de Legnano, el que hizo el grueso su carrera acoplado a cuadros que destilan el amor ancestral de esta tierra por la bicicleta. Tras Fausto Coppi siempre estará Bianchi, la marca que Edoardo puso en el mundo el día que abrió un pequeño taller en Milán. De Bianchi hay miles de historias, pero siempre será la marca verde turquesa, la marca que tiene muchos más de cien años y sigue todavía en lo más alto. Las grandes gestas de Coppi, si tuvieran fotos de color serían de color “verde Bianchi”.

En los ochenta Ernesto Colnago, el encantador maestro de cuadros milanés que visita los equipos que usan sus máquinas, encontró en Guiseppe Saronni su ciclista fetiche. El gran rival de Moser en esos Giros que se diseñaban planos para el lucimiento de ambos puso en órbita una marca. En el Véneto, en Treviso, Giovanni Pinarello abrió su pequeño taller, muchos años después de Edoardo en Milán, con los dineros de un despido y la fama de una “maglia nera”, el maillot que le daban al último clasificado del Giro. Aquello fue como la espuma, poco a poco Pinarello empezó a estar en las grandes carreras, entre los grandes ciclistas y mirando desde el presente, los mejores éxitos han caído de su lado con los laureles del Team Sky, pero sobre todo con las gestas de Miguel Indurain a cuyas andanzas todos ponen el nombre del constructor de Treviso como uno de los compañeros fijos. Pinarello es la gran firma del Véneto, pero no la única de esa esquina de la bota, Willier Triestina es otra de las marcas que bebe de esa gran historia, una historia además basada en Trieste, cuando ésta no pertenecía a Italia y explicando la necesidad de una Italia fuerte y unida tras las cenizas de la gran guerra. Willier Triestia fue la bicicleta de Fiorenzo Magni, el divino calvo que convivió con Bartali y Coppi, que introdujo que la firma Nivea en el patrocinio ciclista y que coqueteó con el fascismo. Magni es uno de los grandes nombres de la historia del Tour de Flandes.

Las cimas de Italia

Willier Triestina se cobija a la sombra de los Dolomitas, las cimas que definen mejor y la originalidad de la Italia ciclista. Las montañas que ponen telón a las grandes gestas de los ciclistas de siempre, como el Pordoi, un sitio siempre vinculado a Coppi y al Giro que sentenció frente a Bartali, haciendo buena esa fama de ciclista que gustaba de ir solo, cada vez que la carretera se endurecía. El Pordoi es uno, tiene más de 2000 metros, ha sido “Cima Coppi”, el punto más alto del Giro de Italia, en bastantes ocasiones, y se sitúa entre dos grandes grupos montañosos, el Sella, un frontal de montañas por donde pululan las rutas del mentado Sella, Campolongo y Val Gardena, y la Marmolada, el precioso puerto en línea recta, una carretera cortando la montaña, remontando la cima, desde unas profundas gargantas hacia las nieves perpetuas.

Sin embargo, el ciclismo en Italia tiene un santuario de montaña, por encima de los 2700 metros altitud, en una cresta que limita con Austria y a cuya cumbre conduce una carretera que necesitó de ingenieros, los mejores de la época. Es el Stelvio, una cumbre, la cumbre entre las cumbres cuya ruta se trazó en la época del imperio Austrohúngaro donde neveras de metros de nieve esperan a los corredores para trasladar imágenes del pasado al presente. Stelvio es un nombre, su hermano pequeño es el Passo del Gavia, con sus tramos a medio asfaltar, su coronilla por encima de los 2600 metros y una perpetua leyenda que le persigue de aquel Giro se ascendió en una tormenta de nieve que perpetuó la imagen de Andrew Hampsten con gafas de esquiador.

Cerca también está el Mortirolo el puerto que puso en mesa los desniveles imposibles, una cuesta infernal que Marco Pantani hizo célebre con su mano a mano con Miguel Indurain en uno de esos días que pasan de generación en generación porque el espectáculo trascendió la memoria. Al otro lado de los Dolomitas, al otro lado del Trentino y Véneto, las cimas piamontesas y lombardas afilaron la grandeza de perennes campeones como Paolo Savoldelli, el mejor en ese monstruo que es el Coll de Finestre, donde Alberto Contador salvó la maglia rosa en el último suspiro frente a Fabio Aru. O Cernivia, a la sombra del perfecto símbolo alpino que es el Mattehorn, o Sestriere en el umbral entre Francia e Italia, donde Miguel Indurain voló en una cronoescalada, el día de antes de sufrir en el santuario de Oropa ante Piotr Ugrumov. En definitiva, el país de los mil paisajes, como el gigante del Agnello, cuando las carreras entran a Francia o vienen de ella, con sus 2700 metros largos. Aunque no todo está en el norte, en la espina dorsal de la bota, en los Apeninos, parajes mágicos como el Terminillo que sabe de historias como las de Lucho Herrera o el Blockhaus o incluso el Gran Sasso d´ Italia, que viera ganar a un tal Simon Yates vestido de rosa.

Carreras que escriben la leyenda

Parajes, paisajes que son anfitriones de las grandes carreras italianas, un calendario extensísimo de muchas competiciones, de uno, dos, tres, cinco días, una semana, o incluso hasta tres. Por los Apeninos va el pelotón del Tirreno al Adriático en marzo, como por las costas de Génova y la Liguria transita la Milán - San Remo hacia la meta y el Poggio di San Remo, el filtro que peina la quiniela de los favoritos. Luego está la primera grande del calendario, el Giro, las tres semanas de calambre rosa que sube y baja por el país, que cada vez se internacionaliza más, como síntoma del savoir faire ciclista de los italianos. Y luego están las hojas muertas de Lombardía, el monumento de otoño y la carrera que despide la temporada desde lo más alto. Las grandes italianas son polos, centros de creación de calendario alrededor de ellas, lo que significa que siempre hay algo bueno que preparar, algo bueno que disputar y con ello crece un calendario que encierra perlas de nuevo cuño como la Strade Bianche, por las carreteras blancas de la Toscana, una clásica de primavera de diez años de tradición, o el Giro de Emilia, que acaba en San Luca, el santuario desde donde se divisa Bolonia.

Y con ese calendario el ciclismo, la bicicleta es siempre titular en Italia, siempre presente en los medios, debate entre la afición, corazones partidos. Con ellos crecen otros negocios, negocios de ropa, por ejemplo, tan apreciada en su concepción y artesanía como el cariño que le ponen a las bicicletas. Y ahí está Castelli, en el Véneto, vistiendo campeones desde hace setenta años, pasando de generación en generación con la misma enseña que llevaron Jacques Anquetil, Louison Bobet y Rik Van Looy. También Sporful, una de las marcas más vistas en el pelotón internacional, y Alé, la marca que se decanta por los colores que mejor distinguen al ciclista en la carrera. Así es la Italia ciclista, la misma que sale al zaguán de casa para ver pasar uno, dos, tres y cientos de pelotones, porque el ciclismo es la sangre que corre por las venas de un país que un día soñó ser el paraíso de la bicicleta.

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