El ciclismo en Francia: las montañas y lugares que forjaron las leyendas

El paso al siglo XX en Europa en general, Francia en particular, fue un cúmulo de emociones e inquietudes que llevó a esas sociedades a la creación de eventos que un siglo después son el aire que pervivió a los años, el tiempo, las guerras y las crisis. La gran vuelta a Francia era una fórmula perfecta para hilvanar la geografía francesa a través de un solo elemento, de procurar un elemento común a todo el país: la suerte de llevar un pelotón de inconscientes por media Francia, de ciudad en ciudad, por carreteras, que no eran carreteras, eran semilleros de polvo, baches y sufrimiento, por medio de la noche, en la campiña del norte, en la costa del sur. Siempre salvando distancias imposibles por altas montañas, como inventos del diablo, siempre esquivando sus terrenos inhóspitos e inexplorados. Si los valles eran peligrosos, imagínense las alturas. Sin embargo, hace más de cien años se empezó a escribir la leyenda, con la primera ronda francesa.
El Ballon d´ Alsace inició el cuento
Pero era cuestión de tiempo que los organizadores que crearon la carrera con el legítimo propósito de vender más diarios, la competición como todas las grandes carreras nació al calor de grandes titulares y tinta estampada en rotativas, no se fijaran en las cumbres como elemento decisivo para darle la épica que le faltaba al ya de por sí salvaje deporte que era el ciclismo por esas fechas.
Así, escrutando el mapa, buscando soluciones, Henry Desgrange, personaje capital en la historia del ciclismo en general y de la ruta francesa en particular, vio que en Francia tres grandes macizos distinguían el relieve patrio. Y se fue a uno, limítrofe con Alemania, los Vosgos a buscar la primera gran ascensión de la historia de la vuelta a Francia. Porque si hablar de julio y Francia es hacerlo de Galibier, Tourmalet y Alpe d´ Huez, como proas de las cimas francesas, no es justo olvidar que el Ballon d´ Alsace es la primera gran montaña que holló la mejor carrera del mundo. Dos años después de su creación, el 11 de julio de 1905, la vuelta a Francia proponía ascender al Ballon d´ Alsace. Una propuesta inédita, en un entorno inédito, con animales salvajes, en medio de bosques que disimulaban la ruta, una ruta, por cierto, difusamente marcada. Pero hubo quien se tomó el reto como lo que era, un momento histórico en la carrera que causaba furor entre los incipientes aficionados, y así René Pottier quiso y pudo subir el muro sin poner pie a tierra y ser el primero en la cumbre del Ballon, para acabar la jornada según su cuentakilómetros a una penosa velocidad media de veinte kilómetros por hora. La gesta de Rene Pottier es eterna en la coronilla del puerto de los Vosgos, con una estela en la que una inscripción le distingue como un héroe que pasó a la historia como el primero de siempre.
Los Pirineos que descubrió Lapize
Si Pottier fue el héroe inicial en la conquista ciclista de la montaña, año 1905, los Pirineos tardarían un poco más en entrar en escena. Cinco años después Desgrange envió a sus hombres a ver cómo estaban las rutas que pululaban por la cordillera que separaba Francia de España. Y en los Pirineos acabaron, no sin problemas, por llegar a la cumbre del llamado “círculo de la muerte”, el ciclo de puertos que incluye Aubisque, Tourmalet y Aspin, entre otros. Hasta allí se fueron los perturbados de la competición en 1910, en subidas que tenía mucho más de aventura e incertidumbre que de hazaña deportiva. “Sois unos asesinos” les profirió Octave Lapize a los organizadores, exhausto y asustado a partes iguales cuando llegó a durísimas penas a la cima del Tourmalet. Y es que el Tourmalet, el Col du Tourmalet es la cima de tamaño universal, mundialmente conocida, ciegamente venerada por cientos de miles de ciclistas del mundo que quieren subirlo una vez en la vida para emular, de muy lejos, las gestas de Jean Robic y Lucien Van Impe, los más duchos en el lugar. De los grandes quien mantuvo un idilio con el Tourmalet fue Miguel Indurain: aquí empezó su reinado en la ronda francesa, escapándose en la cima y abriendo hueco en el descenso en el año 91 y neutralizando el ataque de Rominger, dos años después, con una de esas que desperezaban los sentidos.
Las "peregrinaciones" a los Pirineos
En los Pirineos, la vuelta gala abrió sus puertas al país del otro lado de la cordillera. En los años treinta, las “peregrinaciones” en masa se iniciaron por las gestas de un tal Vicente Trueba que llenaban los diarios españoles. Con los años ese fervor llegó a ser naranja, pasillos y pasillos de aficionados vascos que enloquecían con Roberto Laiseka, Haimar Zubeldia e Iban Mayo, entre otros muchos, sellando la pasión euskera por la competición de forma eterna.
En los Pirineos el ciclismo no siempre fue protagonista, como cuando un desalmado amenazó Gino Bartali subiendo el Aspin aquellos años que el recorrido era italiano. En otro de los grandes anfiteatros, el cinematográfico Peyresourde, Alberto Contador perdió la cuenta de sus ataques a Michael Rasmussen. Hautacam, el lugar donde Riis escribió su infamia en la edición del 96, Luz Ardiden, donde Miguel Indurain presentó su candidatura a ser un grande de Francia, el Marie-Blanque, hito cicloturista de la QH, que estrenó el belga Michel Pollentier y cómo no el Aubisque, de cuyas laderas salió milagrosamente vivo Wim Van Est, caído por un altísimo terraplén. Los Pirineos la han regalado no poca grandeza y muchísimos titulares al ciclismo.
En los Alpes, el ciclismo tiene altura
Cuando Henry Desgrange decidió abordar los Pirineos, y lo hizo con éxito, quiso más. Atravesó el Tourmalet por primera vez en 1910, al año siguiente propuso los Alpes, la cordillera al sur de los Vosgos, encajada entre Francia, Suiza e Italia, ciclismo mucho más complicado en aquellas fechas, ciclismo mucho más elevado, más cerca del cielo, lugares más tremendos.
Si en los Pirineos el techo lo marcaba el Tourmalet, 2100 metros escasos, el vértigo se multiplicaba en el Iseran o Restefond, colosos que desafiaban los 2700 y 2800 metros respectivamente, aunque fue el Col du Galibier el teatro de los sueños. El Galibier con sus tres vertientes, por un lado pasando el Telegraphe, por el otro el Lautaret, por un tercero remontando el valle d´ Oisans, donde parte la ruta hacia l´ Alpe d´ Huez. El col du Galibier es un hito, un nombre transversal en la historia del ciclismo y de la carrera francesa, aunque no sea el más alto, se acerca a los 2650 metros, ni el más veces atravesado, unas treinta y pocas veces.
Pero en la grandeza del paraje tuvo lugar la llegada en alto más elevada de la historia, la que coronó Andy Schleck en 2011, con un memorable ataque encadenado con otro símbolo de los tiempos, el Izoard, con el coloso del Galibier. El Galibier vivió el episodio más intenso de la rivalidad de Rominger e Indurain, cuando descabalgaron todos los rivales en un mano a mano antológico que sentenció el tercer trofeo del navarro. En el Galibier, por encima de los 2600 metros se desnudan todos los defectos y las debilidades quedan al descubierto. El Galibier, como ombligo alpino, y compañero de menú de la cima de las cimas, posiblemente la más célebre de toda la carrera y quizá del ciclismo en general. Porque l´ Alpe d´ Huez no es sólo una estación de esquí y 21 curvas, bautizada cada una de ellas con el nombre de un grande de la historia, l´ Alpe d´ Huez está considerado el estadio deportivo más grande del mundo, el “sambódromo” del ciclismo, una serpiente de asfalto que abrió el archiconocido Fausto Coppi, solo e irresistible la segunda vez que ganara la carrera francesa.
Aquel día Coppi puso Alpe d´ Huez en el mapa, aunque el sitio tardó en volver a la ruta de la carrera. Pero se modernizó, consciente de la necesidad de tener estaciones de esquí que se ocuparan del ocio invernal de los franceses. Y así creció l´ Alpe d´ Huez, la montaña de los holandeses donde Kuiper, Winne, Rooks, Zoetemelk y Theunisse un día ganaron, pero donde la leyenda cuenta que quien sale de amarillo suele llegar así a París, salvo Perico, Pedro Delgado, el año 1987, quien en su carrera contra los elementos no consiguió el tiempo suficiente para salvar el maillot en la contrarreloj final. En Alpe d´ Huez escribió su mejor día sobre una bicicleta de carretera Carlos Sastre, cuando de un ataque ganó la etapa y sentenció la general del título que ganó hace ya diez años. Con el abulense, el ciclismo español lograba su tercer triunfo en la cima de las cimas, pues antes los vascos Federico Etxabe e Iban Mayo habían conquistado el lugar. Galibier y Alpe d´ Huez, y a su alrededor nombres que han trenzado su suerte y conocimiento al ciclismo y ruta francesa. Nombres como el de La Croix de Fer, esa cruz de hierro en medio de los grandes Alpes que vio el despegue de la gesta eterna de Greg Lemond y Bernard Hinault, escapados desde lejos el día que el americano dejó claro que no había forma de perder una carrera que según los pactos debía ser para él. Bernard Hinault, uno de los grandes de siempre, del ciclismo francés pero también mundial, sus cinco triunfos se decidieron igual en la crono y en la montaña, especialmente en los Alpes donde siempre gestionaba los ánimos de los rivales, principalmente aquellos de los ciclistas colombianos, los escarabajos que han hecho fortuna en el lugar. Nairo Quintana, por ejemplo, construyó sus mejores páginas en esta cordillera, ganando en blanco de mejor joven en la cima de Semmoz, arriba del precioso paraje lacustre de Annecy, el sitio donde Alberto Contador, maillot jaune, le ganó una contrarreloj a un tal Fabian Cancellara.
Más allá de los Alpes, el Mont Ventoux
En los Alpes se erigieron grandes epopeyas por sitios no sólo franceses, aquella historia de ciclismo eterno y durísimo que escribió Claudio Chiapucci, desenfrenado en el Iseran hacia Sestriere, poniendo al límite, y un poco más allá, a Miguel Indurain, secando la trayectoria de Gianni Bugno. Sestriere está en Italia, pero no el Glandon, la Madeleine, la Colombiere, Saint Gervaix, el tremendo Joux Plane, célebre por sus descensos, en ellos han caído ilustres como Nibali o Perico. Sin embargo, si hay una montaña que genere influjo, alimente historias y perpetúe leyendas, ésa es el Mont Ventoux, una montaña pelada en medio de la Provenza, entre campos de lavanda y adustos viñedos, un sitio que exige respeto a todos, sin excepción, a Eddy Merckx el primero, cuando lo abordó a morir desde abajo y le costó una vida llegar arriba con opciones.
El Ventoux, despoblado, árido, tormentoso y siempre peinado por el mistral, que sopla generoso laderas arriba, es el sitio donde un inglés muy arrimado a las anfetas y alcohol perdió la vida haciendo eses porque su cuerpo no pudo con la tormenta perfecta que se le avecinó con el calor, la pendiente y lo que corría por sus venas. La leyenda de Tom Simpson es, muchos años después, uno de los grandes episodios de la historia del ciclismo y el prefacio consciente y público de la lacra que supone el dopaje, su práctica y sus efectos.
Todo acaba en París
Jacques Anquetil fue otro de los grandes siempre, el primero en ganar cinco trofeos, superando por mucho al belga Philippe Thys y Louison Bobet, con tres por barba. El campeón normando de disoluta vida privada, con affaires amorosos que llenarían magazines, acababa sus triunfos coronado en el Parque de los Príncipes parisino.
En el estadio de París el recorrido vivió epílogos memorables, algunos inmortalizados como la vez que Darrigade arroyó un árbitro y otros inéditos como la edición que empezó y acabó con victoria de Miquel Poblet, el veloz sprinter catalán que se distinguió por un largo y singular palmarés. Así las cosas, los Campos Elíseos, en el tramo que va desde las Tullerías al Arco del Triunfo, son el final desde los años setenta. En su podio se ve el arco más grande del mundo en género para coronar a los más grandes de cada victoria, elegidos, auténticos privilegiados que pasan a la leyenda y sapiencia del país más ciclista del mundo, Francia, el lugar donde empezó gran parte de esta historia que sigue haciéndose grande cada vez que un pelotón se pone en marcha en algún lugar del hexágono.